Cuando el muchacho entró al patio en que nos encontrábamos gran parte de los detenidos durante la movilización, era ya de madrugada. Las tres de la mañana por lo menos. Un ajetreo hizo parpadear la débil luz en el portón de entrada. Sin embargo, nadie entre nosotros (y seríamos unos ciento cincuenta hacinados en un canchón del cuartel de la Guardia Republicana ) estaba con el ánimo disponible para averiguar por las razones de esa llegada y en tales circunstancias, ni tampoco para, a esas alturas, estar improvisando ninguna bienvenida aunque se tratase del más consecuente luchador (además todos, se suponía ostentábamos ese pergamino). Que el susodicho, en todo caso, se esperase hasta el día siguiente para el recibimiento y de acuerdo con su grado de participación en el movimiento del día transcurrido. Ahora me digo, a manera de explicación, que tal vez todas las comisarías estaban saturadas y no habría donde meter a tantos detenidos; o también podía ser que lo hacían, si nos atenemos a la típica pedagogía policial, como escarmiento; porque el patio donde estábamos no tenía techo. Por eso, cuando el muchacho llegó a esa hora un poco que lo hizo incomodando a quienes se encontraban más cercanos a la puerta y acomodados de cualquier manera junto a la pared, sobre algún ladrillo dejado al desgaire, uno que otro cartón, madera o cualquier papel que pudiera tener la pretensión de aligerar un sueño que, para muchos, no era el primero pasado en tales condiciones; para otros, aunque no fuera así, con los nervios bien puestos, se debería estar asumiendo como parte de una experiencia aprovechable. Pero, desde luego, el que más padecía la situación era el propio muchacho. Primerizo, a todas luces. Los que a duras penas pudimos percatarnos de su llegada le notamos el nerviosismo extremo de los novatos. Indeciso al comienzo, observó en distintas direcciones. Luego lo vi acuclillarse y supuse que ya resignado se disponía a imitarnos en el pernoctar. Y me dispuse a ignorar el hecho de su llegada. Pero no bien intenté hacerlo empezó a deslizarse un cierto rumor a ras de suelo, y con algunas intermitencias se iba acercando a donde yo estaba. Más adelante habría de percatarme que, desde la puerta, el muchacho venía preguntando a todo aquel con quien se topaba –tratando de despertarlo si estaba dormido-, con un tono de voz realmente exasperante: “Compañero, compañero, ¿a qué hora torturan?” Era seguro que se trataba no sólo de un primerizo sino quizás también de un estudiante. Por lo común, los obreros sólo en casos extremos se ponen nerviosos, aunque en casos verbigracia de tortura también hasta se orinan. Pero un nerviosismo como el del muchacho es más propio de estudiantes. Muchas veces en las calles son los más entusiastas, avivando y dando aliento. Y, así, en verdad, ayudan los compañeritos. Pero la mayoría de veces cuando ya se trata de estar donde las papas queman, pues simplemente se chupan. Algunos compañeros del sindicato dicen de mí que por haber caído varias veces en las movilizaciones soy un inexperto y que nunca dejaré de comportarme como un novato. Pero lo cierto es que a esos compañeros nunca los veo a la cabeza de las movis. Siempre están a la expectativa, tratando de zafar cuerpo al primer encuentro con la repre. Tal vez eso sea bueno. Con todo, yo pienso que no por estar cuidando la retirada se va a descuidar el avance. En cualquier caso, la explicación es que algunos tienen que ir a la vanguardia y otros a la retaguardia. Pero volviendo al asunto del muchacho, yo empecé a notar que no se estaba quieto. Y hasta tuve ganas de pararme y decirle algunas palabras que lo calmaran. Pero, franco, franco, me dio pereza porque el sueño me estaba meciendo lindamente el cabecear. Así es que lo dejé de ver. Y pasaron algunos minutos sin escucharlo. Cuando en una de esas lo siento al lado mío, despertándome con la misma cantaleta de: “¿A qué hora torturan?” Era seguro que alguien lo había atemorizado con ese cuento de que había una hora determinada en que levantaban a la gente para torturarla. Y también se me ocurrió pensar que podía tratarse de un infiltrado que más bien trataba de torturarnos impidiéndonos dormir y metiéndonos en la cabeza la posibilidad de la tortura. Todas esas explicaciones se agolparon en mis adentros. Y cuando volvió a insistir con su letanía: “¡A las seis! –le dije-. A las seis de la mañana torturan. Ahora duérmete”. Y santo remedio. No volvió a moverse. Hasta las seis de la mañana, justamente, en que con el preludio de algunos ajetreos tomberiles empezaron a urgirnos a que nos levantásemos, dándonos órdenes, conminándonos a formar en filas. Y, cuando ya todos estábamos en formación, cosa que algún incauto pudo suponer ingenuamente que era para darnos desayuno o, en el mejor de los casos, para indicarnos la salida, un policía empezó a ordenarnos y, más o menos, en grupos de a ocho nos hicieron pasar por otra puerta, pequeñita, opuesta al portón por el que en principio entramos todos. Pero ambos –portón y puertita-, aunque disparejos, hacían la vez de indeseables paréntesis de ese patio enorme en el que con la claridad brumosa del amanecer nuestras siluetas hacían recordar las borrosas fotografías de los campos de concentración nazis. Luego de ser deglutidos los grupos por la puertita, no se escuchaba detrás de ella ningún ruido extraordinario. Y como tampoco regresaban los que por ahí se iban, eso constituía un aliciente para pensar en la libertad, aunque también podía significar que nos estaban trasladando a otras dependencias. Así fue como me llegó el turno. Y entré con un grupo a una sala más o menos grande donde sólo había un escritorio ocupado por dos policías. Uno que escribía a maquina. Y el otro –al parecer oficial- que interrogaba por nuestros nombres, relaciones partidarias, lugares de trabajo, lo cual era respondido por cada quien según su inspiración. Conforme íbamos terminando de dar respuesta al interrogatorio nos hacían parar de espaldas a una pared sucesivamente uno al costado del otro. El muchacho de la pregunta nocturna estaba con nosotros. Casi entre sollozos juraba y recuraba no tener nada que ver con el paro ni con la movilización, que simplemente había tenido la mala suerte de pasar por una calle en la que se vio envuelto por infinitas carreras procedentes de no sabía dónde, y sin saber ya tampoco para dónde correr. Fue allí que lo cogieron, señor. Pero aseguraba ser inocente. Por supuesto no le hicieron ningún caso, e igual lo pusieron junto con los demás, parado de espaldas a la pared. Dos guardias que habían permanecido tiezos en la puerta de entrada, se colocaron delante de nosotros mientras que el que hacía las preguntas, puesto de pie al lado de ellos y de perfil hacia nosotros empezó a darles órdenes, esmerándose todos tres en poner cara de malos, que ya de sobra la tenían. Y manipulaban sus metralletas con mucho aparato, adosándoles las cacerinas, haciéndolas sonar lo más posible frente a nosotros. El otro seguía hablando, al comienzo palabras inconcexas pero precisas hasta no dejar dudas de lo que se proponían: ¡preparen! ¡armas!, por ejemplo. Y al mismo tiempo se interrumpía para en indirecta decirnos vamos a pasar por las armas a estos pendejos, es la única manera de acabar con ellos. ¡Apunten! Y todos estábamos deslumbrados por los dos oscuros agujeritos que nos señalaban como dedos de ojos inmisericordes y de los que sabíamos que sale la muerte sin más ni más que apretando débilmente un gatillo supersensible. Hubo una pausa hecha a propósito para ver nuestra reacción, que no se hizo esperar. Algunos lloraron, otros hasta se orinaron; el que más gritó ser inocente, y alguien hasta juró no meterse más en política. A mí, en medio de todo el aparato, me parecía extraño que antes no se hubiera escuchado ningún disparo con los grupos que nos habían precedido. Por eso no me alarmé mucho. Además, la experiencia me decía que de la repre se puede esperar cualquier balandronada. Pero lo que sí me fregó terriblemente fue que el muchacho –a quien no había tenido tiempo de conocer más- pálido como un cadáver, antes de que suene ningún tiro, se vino de cara, como muerto. Yo quise acudir en su auxilio; pero no se mueva carajo tronó la voz de un tombo. Y tuve que quedarme quieto para escuchar nuevamente que éramos muy machitos pero que frente a un arma nos cagábamos de miedo, huevones. Al muchacho no lo volví a ver nunca más. Ojalá y no muriera del susto. Ojalá también que la experiencia le haya servido para otra ocasión. Uno nunca sabe.
² Este cuento lo escribí con materiales del histórico paro nacional del 19 de julio de 1977 (rescatando los testimonios de mis grandes amigos Manuel Pásara y Germán Ojeda), en el que, bajo la feroz dictadura del general Francisco Morales Bermúdez, la clase trabajadora dio una hermosa lección de dignidad. Su publicación, ahora tiene aspiraciones de homenaje.
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