viernes, 28 de enero de 2011

Julio Carmona: A QUÉ HORA TORTURAN

2011: AÑO DEL PRIMER CENTENARIO DE VIDA DEL AMAUTA JOSÉ MARÍA ARGUEDAS 


Cuando el muchacho entró al patio en que nos encontrábamos gran parte de los detenidos durante la movilización, era ya de madrugada. Las tres de la mañana por lo menos. Un ajetreo hizo parpadear la débil luz en el portón de entrada. Sin embargo, nadie entre nosotros (y seríamos unos ciento cincuenta hacinados en un canchón del cuartel de la Guardia Republicana) estaba con el ánimo disponible para averiguar por las razones de esa llegada y en tales circunstancias, ni tampoco para, a esas alturas, estar improvisando ninguna bienvenida aunque se tratase del más consecuente luchador (además todos, se suponía ostentábamos ese pergamino). Que el susodicho, en todo caso, se esperase hasta el día siguiente para el recibimiento y de acuerdo con su grado de participación en el movimiento del día transcurrido. Ahora me digo, a manera de explicación, que tal vez todas las comisarías estaban saturadas y no habría donde meter a tantos detenidos; o también podía ser que lo hacían, si nos atenemos a la típica pedagogía policial, como escarmiento; porque el patio donde estábamos no tenía techo. Por eso, cuando el muchacho llegó a esa hora un poco que lo hizo incomodando a quienes se encontraban más cercanos a la puerta y acomodados de cualquier manera junto a la pared, sobre algún ladrillo dejado al desgaire, uno que otro cartón, madera o cualquier papel que pudiera tener la pretensión de aligerar un sueño que, para muchos, no era el primero pasado en tales condiciones; para otros, aunque no fuera así, con los nervios bien puestos, se debería estar asumiendo como parte de una experiencia aprovechable. Pero, desde luego, el que más padecía la situación era el propio muchacho. Primerizo, a todas luces. Los que a duras penas pudimos percatarnos de su llegada le notamos el nerviosismo extremo de los novatos. Indeciso al comienzo, observó en distintas direcciones. Luego lo vi acuclillarse y supuse que ya resignado se disponía a imitarnos en el pernoctar. Y me dispuse a ignorar el hecho de su llegada. Pero no bien intenté hacerlo empezó a deslizarse un cierto rumor a ras de suelo, y con algunas intermitencias se iba acercando a donde yo estaba. Más adelante habría de percatarme que, desde la puerta, el muchacho venía preguntando a todo aquel con quien se topaba –tratando de despertarlo si estaba dormido-, con un tono de voz  realmente exasperante: “Compañero, compañero, ¿a qué hora torturan?” Era seguro que se trataba no sólo de un primerizo sino quizás también de un estudiante. Por lo común, los obreros sólo en casos extremos se ponen nerviosos, aunque en casos verbigracia de tortura también hasta se orinan. Pero un nerviosismo como el del muchacho es más propio de estudiantes. Muchas veces en las calles son los más entusiastas, avivando y dando aliento. Y, así, en verdad, ayudan los compañeritos. Pero la mayoría de veces cuando ya se trata de estar donde las papas queman, pues simplemente se chupan. Algunos compañeros del sindicato dicen de mí que por haber caído varias veces en las movilizaciones soy un inexperto y que nunca dejaré de comportarme como un novato. Pero lo cierto es que a esos compañeros nunca los veo a la cabeza de las movis. Siempre están a la expectativa, tratando de zafar cuerpo al primer encuentro con la repre. Tal vez eso sea bueno. Con todo, yo pienso que no por estar cuidando la retirada se va a descuidar el avance. En cualquier caso, la explicación es que algunos tienen que ir a la vanguardia y otros a la retaguardia. Pero volviendo al asunto del muchacho, yo empecé a notar que no se estaba quieto. Y hasta tuve ganas de pararme y decirle algunas palabras que lo calmaran. Pero, franco, franco, me dio pereza porque el sueño me estaba meciendo lindamente el cabecear. Así es que lo dejé de ver. Y pasaron algunos minutos sin escucharlo. Cuando en una de esas lo siento al lado mío, despertándome con la misma cantaleta de: “¿A qué hora torturan?” Era seguro que alguien lo había atemorizado con ese cuento de que había una hora determinada en que levantaban a la gente para torturarla. Y también se me ocurrió pensar que podía tratarse de un infiltrado que más bien trataba de torturarnos impidiéndonos dormir y metiéndonos en la cabeza la posibilidad de la tortura. Todas esas explicaciones se agolparon en mis adentros. Y cuando volvió a insistir con su letanía:  “¡A las seis! –le dije-. A las seis de la mañana torturan. Ahora duérmete”. Y santo remedio. No volvió a moverse. Hasta las seis de la mañana, justamente, en que con el preludio de algunos ajetreos tomberiles empezaron a urgirnos a que nos levantásemos, dándonos órdenes, conminándonos a formar en filas. Y, cuando ya todos estábamos en formación, cosa que algún incauto pudo suponer ingenuamente que era para darnos desayuno o, en el mejor de los casos, para indicarnos la salida, un policía empezó a ordenarnos y, más o menos, en grupos de a ocho nos hicieron pasar por otra puerta, pequeñita, opuesta al portón por el que en principio entramos todos. Pero ambos –portón y puertita-, aunque disparejos, hacían la vez de indeseables paréntesis de ese patio enorme en el que con la claridad brumosa del amanecer nuestras siluetas hacían recordar las borrosas fotografías de los campos de concentración nazis. Luego de ser deglutidos los grupos por la puertita, no se escuchaba detrás de ella ningún ruido extraordinario. Y como tampoco regresaban los que por ahí se iban, eso constituía un aliciente para pensar en la libertad, aunque también podía significar que nos estaban trasladando a otras dependencias. Así fue como me llegó el turno. Y entré con un grupo a una sala más o menos grande donde sólo había un escritorio ocupado por dos policías. Uno que escribía a maquina. Y el otro –al parecer oficial- que interrogaba por nuestros nombres, relaciones partidarias, lugares de trabajo, lo cual era respondido por cada quien según su inspiración. Conforme íbamos terminando de dar respuesta al interrogatorio nos hacían parar de espaldas a una pared sucesivamente uno al costado del otro. El muchacho de la pregunta nocturna estaba con nosotros. Casi entre sollozos juraba y recuraba no tener nada que ver con el paro ni con la movilización, que simplemente había tenido la mala suerte de pasar por una calle en la que se vio envuelto por infinitas carreras procedentes de no sabía dónde, y sin saber ya tampoco para dónde correr. Fue allí que lo cogieron, señor. Pero aseguraba ser inocente. Por supuesto no le hicieron ningún caso, e igual lo pusieron junto con los demás, parado de espaldas a la pared. Dos guardias que habían permanecido tiezos en la puerta de entrada, se colocaron delante de nosotros mientras que el que hacía las preguntas, puesto de pie al lado de ellos y de perfil hacia nosotros empezó a darles órdenes, esmerándose todos tres en poner cara de malos, que ya de sobra la tenían. Y manipulaban sus metralletas con mucho aparato, adosándoles las cacerinas, haciéndolas sonar lo más posible frente a nosotros. El otro seguía hablando, al comienzo palabras inconcexas pero precisas hasta no dejar dudas de lo que se proponían: ¡preparen! ¡armas!, por ejemplo. Y al mismo tiempo se interrumpía para en indirecta decirnos vamos a pasar por las armas a estos pendejos, es la única manera de acabar con ellos. ¡Apunten! Y todos estábamos deslumbrados por los dos oscuros agujeritos que nos señalaban como dedos de ojos inmisericordes y de los que sabíamos que sale la muerte sin más ni más que apretando débilmente un gatillo supersensible. Hubo una pausa hecha a propósito para ver nuestra reacción, que no se hizo esperar. Algunos lloraron, otros hasta se orinaron; el que más gritó ser inocente, y alguien hasta  juró no meterse más en política. A mí, en medio de todo el aparato, me parecía extraño que antes no se hubiera escuchado ningún disparo con los grupos que nos habían precedido. Por eso no me alarmé mucho. Además, la experiencia me decía que de la repre se puede esperar cualquier balandronada. Pero lo que sí me fregó terriblemente fue que el muchacho –a quien no había tenido tiempo de conocer más- pálido como un cadáver, antes de que suene ningún tiro, se vino de cara, como muerto. Yo quise acudir en su auxilio; pero no se mueva carajo tronó la voz de un tombo. Y tuve que quedarme quieto para escuchar nuevamente que éramos muy machitos pero que frente a un arma nos cagábamos de miedo, huevones. Al muchacho no lo volví a ver nunca más. Ojalá y no muriera del susto. Ojalá también que la experiencia le haya servido para otra ocasión. Uno nunca sabe.

²  Este cuento lo escribí con materiales del histórico paro nacional del 19 de julio de 1977 (rescatando los testimonios de mis grandes amigos Manuel Pásara y Germán Ojeda), en el que, bajo la feroz dictadura del general Francisco Morales Bermúdez, la clase trabajadora dio una hermosa lección de dignidad. Su publicación, ahora tiene aspiraciones de homenaje.

miércoles, 26 de enero de 2011

Enrique Anderson-Imbert: El fantasma


Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! -Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo- pensó. Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada. Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez. ¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡lo has echado todo a perder!- gritaba él, pero sin voz. 
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte! Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio. Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre. Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las rendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron. Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared. A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Si... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada. Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas.
Les dijo "¡Adiós!", sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.

Enrique Anderson-Imbert nació en Córdoba, Argentina, desde lo cuatro años de edad vivió en Buenos Aires y desde los ocho en La Plata. Estudió en el Colegio Nacional de esa ciudad, y luego en la Universidad de Buenos Aires, a la que ingresó a los 18 años. Fue alumno de Pedro Henríquez Ureña en filología y de Alejandro Korn en filosofía. En 1930, comenzó a enseñar en la Universidad Nacional de Cuyo, y posteriormente, hasta 1947, en la Universidad Nacional de Tucumán. Al mismo tiempo, era editor de la sección literaria del periódico socialista "La Vanguardia" de Buenos Aires. Destituido de su cátedra en Tucumán con el advenimiento del gobierno de Juan Domingo Perón, se dirigió a los Estados Unidos con una beca de la Universidad de Columbia. El mismo año 1947 comenzó a enseñar en la Universidad de Míchigan, donde permanecería hasta 1965. En ese año fue designado Victor S. Thomas Professor de Literatura Hispánica en la Universidad de Harvard, cargo que mantendría hasta su jubilación en 1980. Fue elegido miembro de la Academia Argentina de Letras en 1979.
Ya retirado de la actividad docente, Enrique Anderson Imbert continuó con su pasión por la escritura, incursionando en los géneros más diversos. Todos los años regresaba durante unos meses a Buenos Aires, donde falleció a finales del año 2000. En su lecho de muerte bosquejó un cuento corto: la historia de un violinista que, a punto de comenzar un concierto que definirá su carrera, descubre que ha olvidado la partitura. Durante toda su vida reivindicó su adhesión al socialismo.
Son reputados sus ensayos sobre la historia literaria hispanoamericana. (Historia de la literatura hispanoamericana, 1954; Spanish American Literature - A History, en 2 volúmenes, 1963; El realismo mágico y otros ensayos, 1979; La crítica literaria y sus otros métodos, 1979; Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras, 1992), y sus estudios sobre Domingo Faustino Sarmiento y Rubén Darío. Es también autor de novelas y de libros de cuentos (El Grimorio, 1961; La locura juega al ajedrez, 1971; Los primeros cuentos del mundo, 1978; Anti-Story: an anthology of experimental fiction, 1971; Imperial Messages, 1976).


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