domingo, 1 de abril de 2012

Ítalo Calvino: La aventura de un atomovilista

La aventura de un automovilista[Cuento. Texto completo]Italo Calvino
Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo- cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.
Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea particularmente reconocible.
Como si no bastara, se echa a llover. El campo visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa de Y antes que él.
Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía.
Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.
Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo.
Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.
También con Z (no me he olvidado para nada de Z) la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo; porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo-digamosde patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo-debo reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo... bueno, no se sabe ya adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que trata de pasarme se deja pasar por mi (pero no sé si es él), Y que acelera hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a nadie).
Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Ytiene valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.
Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa...
A medio camino en la autovía hay una estación de servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan, podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y...
Todo es aún más incierto pero siento que he alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas, único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que decimos.
El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo: no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos..

jueves, 15 de marzo de 2012

Luis Alberto Tamayo: "Mi hermano cruza la plaza"



Yo tenía diez años cuando mi hermano se fue. Durante mucho tiempo su nombre estuvo prohibido en nuestra casa. Crecí sabiendo que tenía un hermano que vivía en Francia: después supe que no, que vivía en el exilio.
Papá decía que mi hermano era inteligencia perdida, un testarudo que había ido a la Universidad a mezclarse con la peor clase de gente. Acordarse de él en la mesa era desatar una tormenta: mamá lloraba en silencio, mi hermana Claudia inventaba planes para ir a visitarlo; papá las embestía contra políticos antiguos y disertaba sobre la importancia de no meterse en nada.
Sus cartas fueron escasas, apenas cinco en siete años. Recuerdo que la última decía: "Hace mucho frío esta noche; mañana salgo para Rennes con una exposición sobre los crímenes de Pinochet". Mi madre la quemó aterrada. Le contestó que al escribir esas cosas estaba poniendo en peligro a toda la familia. No volvieron a llegar cartas suyas.
Años después supimos que mantenía correspondencia con una vecina del barrio antiguo: del barrio en que vivíamos cuando vino el golpe militar. Fuimos con Claudia a ubicar a esta señora. Se acordaba bien de nosotros a pesar del tiempo transcurrido. Nos mostró dos cartas largas. Entonces pudimos saber cómo sonaban sus palabras, qué decían: ahora teníamos edad para entenderlas.
Reiniciamos el rito de la correspondencia. En una nota me propuso que le enviara mis papeles, que había juntado algo de dinero, y que vería modo de que pudiera pasar un año con él, para que nos conociéramos. No contesté su mensaje: ya llevaba un semestre en la Universidad.
Durante el primer año fui uno de los mejores alumnos, lograría terminar la carrera en tiempo récord.
Cuando me invitaron a hacer trabajo voluntario para ayudar a los campesinos pobres yo pensé que estaba bien y me inscribí. Al saberlo mi madre se puso tensa.
—Eso no es ayudar a nadie —dijo— eso es hacer política. Te va a pasar igual que a tu hermano que está donde está por meterse a ayudar a gente que ni siquiera se lo merecía.
Mi padre empezó a cambiar su discurso; ahora decía que a los militares no se les podía pedir que fueran buenos gobernantes. Argumentaba que contra las Fuerzas Armadas no se podía hacer nada, que no se trataba de darle el favor o la contra a Pinochet, pero que había que reconocer que él mandaba y punto; que no había nada que hacer hasta que ellos mismos lo sacaran y pusieran a otro quizás peor.
Un día Claudia le discutió en la mesa, le dijo que a cada momento ocurrían cosas horribles y que no era justo quedarse sin hacer nada. Mi padre le lanzó el nombre de mi hermano como un insulto.
El negocio grande que teníamos en Santa Rosa quebró por la escasa venta y dos clausuras seguidas por no dar boleta. El dinero que se pudo salvar se convirtió en un taxi. Al poco tiempo el viejo Peugeot azul también fue pintado de negro con el techo amarillo. Esas eran las entradas de la familia, más el arriendo de la casita de La Cisterna y el kiosco para vender cosas de bazar y refrescos que instalamos en el antejardín de la casa.
A Claudia y a mí nos costaba mucho entender lo que pasaba, mirábamos todo desde fuera del tiempo. Sabíamos que nuestro hermano había vivido en otro país. Un país distinto, con el mismo nombre, pero otro...
El contacto con mi hermano lo hacíamos en notas pequeñas. Supimos que no estaba en París, sino en México, que tal vez partiera hacia Nicaragua, o hacia donde "su aporte pudiera ser útil". Había perdido la esperanza de que lo dejaran volver. —"Yo no apareceré en ninguna lista —afirmaba—, yo volveré cuando se abran las Alamedas".
Nuestra conversación se tornaba cada vez más difícil de entender. Él nos hablaba que nuestra situación no era aislada, que la política económica del régimen estaba golpeando duro a la pequeña burguesía, que por último nuestros padres se lo merecían por todo el mercado negro que habían hecho. No se alegraba de que nosotros fuésemos a ser profesionales: nos prevenía de que no nos convirtiéramos en chanchos ahítos y emplumados, ajenos a los problemas de las grandes mayorías.mo voluntaria de la Cruz Roja, de sus charlas de higiene y primeros auxilios, de la creación de un banco de medicinas para ayudar a las personas que no pudieran comprarlas.
Él respondió que eso era querer atacar el cáncer con abdomínales, que la salud de las personas debía ser responsabilidad del Estado y no de la caridad de señoras gordas ni de niñas con sentimientos de culpa por sentirse privilegiadas.
Con Claudia concordamos en que necesitábamos la presencia física de nuestro hermano para aclarar el significado y la intención de cada palabra. Para confrontar nuestras historias tan distintas: confiábamos en que a pesar de todo nos entenderíamos.
Los robos y los asaltos nos tenían a todos alarmados, no se podía dejar ni maceteros en los antejardines. Tuvimos que mandar a hacer una jaula de barrotes de fierro para el kioskito, y así evitar que lo descerrajaran durante la noche.
Los jueves y viernes por la tarde le tocaba a Claudia atender el kiosco. Un tipo llevaba mucho rato en el asiento del paradero de micros que quedaba justo frente a nuestra casa. Claudia lo sorprendió dos veces mirando y tuvo miedo, por eso me llamó.
Pensamos que era un maleante o un policía de punto fijo, o quizá un pololo malquerido de alguna casa de la vecindad. Lo cierto es que nadie estarla por gusto a la intemperie en un día tan frío como ese. Finalmente subió a un microbús y se fue. Sin embargo su figura nos quedó grabada y nos pareció verlo en otras oportunidades; siempre mirando, siempre en días de frío.
Al obscurecer de un jueves entró al negocio. Llevaba puesta la capucha de la parka y el grueso cierre subido casi hasta la boca. Apenas se distinguían su nariz y sus lentes. Entró por el caminillo de cemento y pidió cigarrillos.
—No vendemos cigarros, contestó Claudia. Se bajó un poco el cierre de la parka y mostró unos gruesos bigotes. La chasquilla le cayó cubriéndole los ojos.
—Déme un cuaderno—, dijo luego de un breve silencio. Eligió uno grande, con la fotografía de dos caballos que corrían libres en la tapa. Dos caballos blancos sin riendas ni jinete.
Claudia se lo iba a envolver y él pidió que no, se volvió hacia la calle y mientras esperaba su vuelto lo metió bajo su chaleco afirmándolo con el cinturón. Afuera comenzaba a llover.
Había llegado tarde a casa, me estaba acostando cuando sentí voces. Mi madre era la que hablaba: decía que no, que mi hermano estaba en Francia, que debía tratarse de un alcance de nombre.
La vecina del barrio antiguo estaba de pie en el living con unos recortes de diario en sus manos.
Cuando vio aparecer a mi padre dijo con dureza:
—Su hijo ingresó ilegalmente al país. Ahora no tienen que avergonzarse de tener un hijo en el exilio: ahora tienen un hijo muerto.
Nunca pudimos verlo. En la morgue nos entregaron un ataúd sellado, nos dijeron que ahí dentro estaba su cuerpo.
La policía lo detectó antes de que alcanzara a hacer nada: vivía solo; había arrendado una pieza pequeña en el otro extremo de la ciudad. Lejos de su barrio, de su liceo, lejos de todos los que pudieran reconocerle.
Según testigos no se defendió a balazos como dice el diario. No portaba arma: iba de blujeanes y zapatillas cruzando la plaza. Unos veinte agentes lo esperaban: uno tomando helado, otro con un paño amarillo simulando limpiar parabrisas de automóviles por una moneda; dos más haciendo footing en impecables buzos azules. Su muerte fue una práctica profesional para un grupo de egresados de sus academias de muerte.

La ventana de su pieza daba justo a la plaza. Cuando entramos al último lugar en que él habitó las piernas se nos doblaron: estábamos cerca de él, de su vida.
Todo estaba revuelto, una vieja radio a tubos quebrada en el suelo. En este estante varias revistas de historietas y deportivas, libros de química y matemáticas. El vivía allí, oculto, procurando no dejar huella de su modo de pensar, de lo que había elegido como forma de vida.
La dueña de casa contó que salía poco, que por las tardes escuchaba música y jugaba con Samy, un gato esquivo que rara vez bajaba del techo.
Bajo su cama encontré un par de zapatos negros, los tomé y me los puse; me quedaron bien. Claudia dio un grito al encontrar entre las revistas un cuaderno nuevo con dos caballos blancos que corrían.
Lentos cruzamos la plaza que él no pudo cruzar.


Luis Alberto Tamayo

Nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago. Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X Testimonio de una adopción.” (2001).

sábado, 10 de marzo de 2012

Juan José Arreola: La canción de Peronelle



Desde su claro huerto de manzanos, Peronelle de Armentières dirigió al maestro Guillermo su primer rondel amoroso. Puso los versos en una cesta de frutas olorosas, y el mensaje cayó como un sol de primavera en la vida oscurecida del poeta.


Guillermo de Machaut había cumplido ya los sesenta años. Su cuerpo resentido de dolencias empezaba a inclinarse hacia la tierra. Uno de sus ojos se había apagado para siempre. Sólo de vez en cuando, al oír sus antiguos versos en boca de los jóvenes enamorados, se reanimaba su corazón. Pero al leer la canción de Peronelle volvió a ser joven, tomó su rabel, y aquella noche no hubo en la ciudad más gallardo cantor de serenatas.


Mordió la carne dura y fragante de las manzanas y pensó en la juventud de aquella que se las enviaba. Y su vejez retrocedió como sombra perseguida por un rayo de luz. Contestó con una carta extensa y ardiente, intercalada de poemas juveniles.


Peronelle recibió la respuesta y su corazón latió apresuradamente. Sólo pensó en aparecer una mañana, con traje de fiesta, ante los ojos del poeta que celebraba su belleza desconocida.


Pero tuvo que esperar hasta el otoño la feria de San Dionisio. Acompañada de una sirviente fiel, sus padres consintieron en dejarla ir en peregrinación hasta el santuario. Las cartas iban y venían, cada vez más inflamadas, colmando la espera.


En la primera garita del camino, el maestro aguardó a Peronelle, avergonzado de sus años y de su ojo sin luz. Con el corazón apretado de angustia, escribía versos y notas musicales para saludar su llegada.


Peronelle se acercó envuelta en el esplendor de sus dieciocho años, incapaz de ver la fealdad del hombre que la esperaba ansioso. Y la vieja sirviente no salía de su sorpresa, viendo cómo el maestro Guillermo y Peronelle pasaban las horas diciendo rondeles y baladas, oprimiéndose las manos, temblando como dos prometidos en la víspera de sus bodas.


A pesar del ardor de sus poemas, el maestro Guillermo supo amar a Peronelle con amor puro de anciano. Y ella vio pasar indiferente a los jóvenes que la alcanzaban en la ruta. Juntos visitaron las santas iglesias, y juntos se albergaron en las posadas del camino. La fiel servidora tendía sus mantas entre los dos lechos, y San Dionisio bendijo la pureza del idilio cuando los dos enamorados se arrodillaron, con las manos juntas, al pie de su altar.


Pero ya de vuelta, en una tarde resplandeciente y a punto de separarse, Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.

sábado, 28 de enero de 2012

Marqués de Sade: El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)



Hay muchísimas mujeres que piensan que, con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella y se apodera de una carta; al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas. Coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer...
-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.
-¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.
-¡Deteneos! -le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
-¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.
Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...
-En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis padres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.
-¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que le he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.
La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante.
Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.

sábado, 21 de enero de 2012

Margarita de Navarra: Habiéndose acostado con su mujer


Donde se habla de un sujeto que habiéndose acostado con su mujer, en lugar de con su doncella, envío allí a su vecino, que le puso cuernos sin que su mujer supiese nada
 
En el condado de Allez había un hombre llamado Bornet que se había casado con una honrada mujer de bien, cuyo honor y reputación tenía en gran estima, como creo que ocurre con todos los maridos aquí presentes con respecto a sus mujeres. Pretendía que su mujer le fuera fiel, pero no que la ley fuese igual para los dos, y se enamoró de la doncella, no teniendo más temor que no quisiera aquélla corresponder a su amor. Tenía este hombre un vecino con quien le unía tal amistad que ya lo habían compartido todo, excepto la mujer. El nombre de su vecino era Sandras y su oficio costurero y sillero. Por estos motivos de amistad le confesó los proyectos que tenía sobre la doncella, el cual no sólo lo encontró bien sino que quiso ayudar a llevar a buen fin la empresa, esperando tomar parte en el festín.

La doncella, presionada por todas partes, y viendo debilitarse sus fuerzas, fue a decírselo a su señora, rogándole le diese permiso para volver con sus padres, pues no podía vivir en este tormento. La señora, que quería mucho a su marido y que ya tenía sospechas, se alegró de haberle ganado esta ventaja y preparó a la doncella:
-Escucha, amiga mía, poco a poco id confiando a mi marido y dale seguridad de acostaros con él en mi vestidor, y no olvidéis decirme la noche que va a avenir, pero prestad atención para que nadie sepa nada.
La doncella hizo lo que su señora le había ordenado y el amo se puso tan contento que fue a decírselo a su compañero, el cual le rogó le reservase lo que le sobrara. Hizo esta promesa, y cuando llegó la hora, el señor fue a acostarse con la doncella como él esperaba. Pero su mujer, que había renunciado a la autoridad y a mandar por el placer de servir, se puso en lugar de la doncella y recibió a su marido, no como esposa, sino como joven extrañada, y tan bien lo fingió que su marido no se dio cuenta. No sabría deciros quién estaba más contento de los dos: si él de engañar a su mujer o ella de engañar a su marido. Y cuando hubo estado con ella salió de casa y fue en busca de su amigo, más joven y fuerte que él, y le dijo haber encontrado la mejor mujer que nunca viera:
-¿Recordáis lo que me habíais prometido? -dijo su amigo.
-Id pronto -dijo el señor-, no vaya a suceder que se levante o que mi mujer vaya a darse cuenta.
El amigo fue y encontró la misma doncella a quien el marido no reconociera. Ella, creyendo que era su marido, no lo rechazó; de suerte que él prefirió no hablar no fuera a ser descubierto. Permaneció con ella más tiempo que su marido, y la mujer se maravillaba, pues no estaba acostumbrada a tales noches. De todos modos tuvo paciencia, regocijándose sobre la escena que le haría al día siguiente y de la burla que iba a hacer de él. Hacia el alba el hombre se levantó y al separarse de la cama, jugueteando, le arrancó un anillo que ella tenía en su dedo y era el que el marido le diera en sus esponsales. Este anillo es para las mujeres del país motivo de superstición, y son muy honorables las mujeres que guardan el anillo hasta la muerte y, por el contrario, si por azar se pierde, la mujer es despreciada como si se hubiera entregado a otro que no fuera su marido. Ella sintió contento de que se lo llevase, pensando que sería testimonio seguro del engaño de que su marido había sido víctima. Cuando el amigo fue a buscar al marido éste le preguntó:
-¿Y bien?
Respondió el amigo que era de su misma opinión, y que si no hubiera temido la llegada del día se hubiera quedado allí. Y así se fueron los dos a descansar. Al día siguiente, al levantarse el marido, vio el anillo que su amigo llevaba en el dedo, igual completamente al que él había entregado a su mujer en señal de matrimonio, y le preguntó quién se lo había dado. Cuando oyó que lo había arrancado del dedo de la doncella se extrañó mucho y empezó a darse golpes con la cabeza en la pared diciendo:
-¡Ah, Dios mío! ¿Me habré hecho cornudo a mí mismo sin que mi mujer sepa nada?
Su compañero, para consolarle, le dijo:
-Puede ser que vuesa mujer le diera el anillo anoche a la doncella.
El marido corrió a su casa y encontró a su mujer más bella, más contenta y más radiante que de costumbre, contenta de haber podido salvar el honor de su camarera y de haber apurado a su marido sin perder nada más que el sueño de una noche. El marido, al verla de tan buen talante, pensó:
-Si supiera mi suerte no tendría tan buena cara.
Y hablando con ella de varias cosas, la tomó de la mano y notó que no llevaba el anillo, que nunca se quitaba. Entonces, con voz temblorosa, preguntó:
-¿Qué habéis hecho del anillo?
Pero ella, muy contenta de que él sacase esa conversación, le dijo:
-¡Oh, el más malvado de todos los hombres! ¿A quién creéis que se lo habéis quitado? Pensasteis que fue mi doncella, por cuyo amor habéis malgastado el doble de los bienes que habéis gastado en mí. Pues la primera vez que habéis venido a acostaros os he juzgado tan enamorado de ella que era imposible pensar en más. Pero después que salisteis y volvisteis a entrar parecíais un diablo sin orden ni medida. ¡Oh, desgraciado! Pensad en la ceguera que os guiaba a alabar mi cuerpo y mis carnes, de las que venís gozando vos solo durante tanto tiempo sin manifestar estimarlos. No es, pues, la belleza y las carnes de mi doncella las que os han hecho gozar placer tan delicioso; es el pecado infame y la horrible concupiscencia que quema vuestro corazón y que alteran vuestros sentidos hasta el extremo que por amor a esta doncella os trastornasteis tanto que hubierais confundido una cabra con sombrero con una joven bella. Hora es, marido mío, de corregiros y conformaros conmigo, sabiendo que os pertenezco y que soy una mujer de bien, seguro de que no soy una malvada. Lo que he hecho no ha sido más que para sacaros de un mal paso, para que a la vejez vivamos en buena amistad y reposo de conciencia. Pues si queréis continuar con la vida pasada prefiero separarme de vos que asistir cada día a la ruina de vuestra alma, vuestro cuerpo y vuestros bienes. Pero si os decidís a abandonar esto y vivir según la ley de Dios, olvidaré vuestras faltas pasadas como quiero que Dios olvide mi ingratitud de no amarle como debo.
El pobre marido se sintió desconcertado y desesperado al ver a su mujer, tan bella, casta y honesta, abandonada por una que no le amaba, y lo que era peor, haberla hecho mala sin saberlo ella y hacer partícipe a otro de un placer que no era más que suyo. Por estas razones se encontró a sí mismo cornudo con burla perpetua. Pero viendo a su mujer bastante atormentada con el amor que había demostrado a la doncella, se guardó muy bien de decirle la mala pasada que le había jugado y le pidió perdón con la promesa de cambiar enteramente su mala vida. Le devolvió su anillo, que pidiera a su amigo. Pero como todas las cosas dichas al oído son pregonadas algún tiempo después la verdad fue conocida y le llamaban cornudo, sin vergüenza para su mujer.
FIN

domingo, 7 de agosto de 2011

Julio Cortázar: Casa tomada


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


Referencia: Casa tomada, cuento de Julio Cortázar
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jueves, 21 de julio de 2011

Clarice Lispector: Felicidad clandestina


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.