La aventura de un automovilista[Cuento. Texto completo]Italo Calvino | |
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¿CUÁL ES EL CUENTO?
El que canta, cuenta, y el que cuenta, encanta; para hacer las cuentas de las cantaletas y los contumaces continúa contando tu canción de estruendos y tus caricantos en forma de cuentos.
domingo, 1 de abril de 2012
Ítalo Calvino: La aventura de un atomovilista
jueves, 15 de marzo de 2012
Luis Alberto Tamayo: "Mi hermano cruza la plaza"
Yo tenía diez años cuando mi hermano se fue. Durante mucho tiempo su nombre estuvo prohibido en nuestra casa. Crecí sabiendo que tenía un hermano que vivía en Francia: después supe que no, que vivía en el exilio.
Papá decía que mi hermano era inteligencia perdida, un testarudo que había ido a la Universidad a mezclarse con la peor clase de gente. Acordarse de él en la mesa era desatar una tormenta: mamá lloraba en silencio, mi hermana Claudia inventaba planes para ir a visitarlo; papá las embestía contra políticos antiguos y disertaba sobre la importancia de no meterse en nada.
Sus cartas fueron escasas, apenas cinco en siete años. Recuerdo que la última decía: "Hace mucho frío esta noche; mañana salgo para Rennes con una exposición sobre los crímenes de Pinochet". Mi madre la quemó aterrada. Le contestó que al escribir esas cosas estaba poniendo en peligro a toda la familia. No volvieron a llegar cartas suyas.
Años después supimos que mantenía correspondencia con una vecina del barrio antiguo: del barrio en que vivíamos cuando vino el golpe militar. Fuimos con Claudia a ubicar a esta señora. Se acordaba bien de nosotros a pesar del tiempo transcurrido. Nos mostró dos cartas largas. Entonces pudimos saber cómo sonaban sus palabras, qué decían: ahora teníamos edad para entenderlas.
Reiniciamos el rito de la correspondencia. En una nota me propuso que le enviara mis papeles, que había juntado algo de dinero, y que vería modo de que pudiera pasar un año con él, para que nos conociéramos. No contesté su mensaje: ya llevaba un semestre en la Universidad.
Durante el primer año fui uno de los mejores alumnos, lograría terminar la carrera en tiempo récord.
Cuando me invitaron a hacer trabajo voluntario para ayudar a los campesinos pobres yo pensé que estaba bien y me inscribí. Al saberlo mi madre se puso tensa.
—Eso no es ayudar a nadie —dijo— eso es hacer política. Te va a pasar igual que a tu hermano que está donde está por meterse a ayudar a gente que ni siquiera se lo merecía.
Mi padre empezó a cambiar su discurso; ahora decía que a los militares no se les podía pedir que fueran buenos gobernantes. Argumentaba que contra las Fuerzas Armadas no se podía hacer nada, que no se trataba de darle el favor o la contra a Pinochet, pero que había que reconocer que él mandaba y punto; que no había nada que hacer hasta que ellos mismos lo sacaran y pusieran a otro quizás peor.
Un día Claudia le discutió en la mesa, le dijo que a cada momento ocurrían cosas horribles y que no era justo quedarse sin hacer nada. Mi padre le lanzó el nombre de mi hermano como un insulto.
El negocio grande que teníamos en Santa Rosa quebró por la escasa venta y dos clausuras seguidas por no dar boleta. El dinero que se pudo salvar se convirtió en un taxi. Al poco tiempo el viejo Peugeot azul también fue pintado de negro con el techo amarillo. Esas eran las entradas de la familia, más el arriendo de la casita de La Cisterna y el kiosco para vender cosas de bazar y refrescos que instalamos en el antejardín de la casa.
A Claudia y a mí nos costaba mucho entender lo que pasaba, mirábamos todo desde fuera del tiempo. Sabíamos que nuestro hermano había vivido en otro país. Un país distinto, con el mismo nombre, pero otro...
El contacto con mi hermano lo hacíamos en notas pequeñas. Supimos que no estaba en París, sino en México, que tal vez partiera hacia Nicaragua, o hacia donde "su aporte pudiera ser útil". Había perdido la esperanza de que lo dejaran volver. —"Yo no apareceré en ninguna lista —afirmaba—, yo volveré cuando se abran las Alamedas".
Nuestra conversación se tornaba cada vez más difícil de entender. Él nos hablaba que nuestra situación no era aislada, que la política económica del régimen estaba golpeando duro a la pequeña burguesía, que por último nuestros padres se lo merecían por todo el mercado negro que habían hecho. No se alegraba de que nosotros fuésemos a ser profesionales: nos prevenía de que no nos convirtiéramos en chanchos ahítos y emplumados, ajenos a los problemas de las grandes mayorías.mo voluntaria de la Cruz Roja, de sus charlas de higiene y primeros auxilios, de la creación de un banco de medicinas para ayudar a las personas que no pudieran comprarlas.
Él respondió que eso era querer atacar el cáncer con abdomínales, que la salud de las personas debía ser responsabilidad del Estado y no de la caridad de señoras gordas ni de niñas con sentimientos de culpa por sentirse privilegiadas.
Con Claudia concordamos en que necesitábamos la presencia física de nuestro hermano para aclarar el significado y la intención de cada palabra. Para confrontar nuestras historias tan distintas: confiábamos en que a pesar de todo nos entenderíamos.
Los robos y los asaltos nos tenían a todos alarmados, no se podía dejar ni maceteros en los antejardines. Tuvimos que mandar a hacer una jaula de barrotes de fierro para el kioskito, y así evitar que lo descerrajaran durante la noche.
Los jueves y viernes por la tarde le tocaba a Claudia atender el kiosco. Un tipo llevaba mucho rato en el asiento del paradero de micros que quedaba justo frente a nuestra casa. Claudia lo sorprendió dos veces mirando y tuvo miedo, por eso me llamó.
Pensamos que era un maleante o un policía de punto fijo, o quizá un pololo malquerido de alguna casa de la vecindad. Lo cierto es que nadie estarla por gusto a la intemperie en un día tan frío como ese. Finalmente subió a un microbús y se fue. Sin embargo su figura nos quedó grabada y nos pareció verlo en otras oportunidades; siempre mirando, siempre en días de frío.
Al obscurecer de un jueves entró al negocio. Llevaba puesta la capucha de la parka y el grueso cierre subido casi hasta la boca. Apenas se distinguían su nariz y sus lentes. Entró por el caminillo de cemento y pidió cigarrillos.
—No vendemos cigarros, contestó Claudia. Se bajó un poco el cierre de la parka y mostró unos gruesos bigotes. La chasquilla le cayó cubriéndole los ojos.
—Déme un cuaderno—, dijo luego de un breve silencio. Eligió uno grande, con la fotografía de dos caballos que corrían libres en la tapa. Dos caballos blancos sin riendas ni jinete.
Claudia se lo iba a envolver y él pidió que no, se volvió hacia la calle y mientras esperaba su vuelto lo metió bajo su chaleco afirmándolo con el cinturón. Afuera comenzaba a llover.
Había llegado tarde a casa, me estaba acostando cuando sentí voces. Mi madre era la que hablaba: decía que no, que mi hermano estaba en Francia, que debía tratarse de un alcance de nombre.
La vecina del barrio antiguo estaba de pie en el living con unos recortes de diario en sus manos.
Cuando vio aparecer a mi padre dijo con dureza:
—Su hijo ingresó ilegalmente al país. Ahora no tienen que avergonzarse de tener un hijo en el exilio: ahora tienen un hijo muerto.
Nunca pudimos verlo. En la morgue nos entregaron un ataúd sellado, nos dijeron que ahí dentro estaba su cuerpo.
La policía lo detectó antes de que alcanzara a hacer nada: vivía solo; había arrendado una pieza pequeña en el otro extremo de la ciudad. Lejos de su barrio, de su liceo, lejos de todos los que pudieran reconocerle.
Según testigos no se defendió a balazos como dice el diario. No portaba arma: iba de blujeanes y zapatillas cruzando la plaza. Unos veinte agentes lo esperaban: uno tomando helado, otro con un paño amarillo simulando limpiar parabrisas de automóviles por una moneda; dos más haciendo footing en impecables buzos azules. Su muerte fue una práctica profesional para un grupo de egresados de sus academias de muerte.
La ventana de su pieza daba justo a la plaza. Cuando entramos al último lugar en que él habitó las piernas se nos doblaron: estábamos cerca de él, de su vida.
Todo estaba revuelto, una vieja radio a tubos quebrada en el suelo. En este estante varias revistas de historietas y deportivas, libros de química y matemáticas. El vivía allí, oculto, procurando no dejar huella de su modo de pensar, de lo que había elegido como forma de vida.
La dueña de casa contó que salía poco, que por las tardes escuchaba música y jugaba con Samy, un gato esquivo que rara vez bajaba del techo.
Bajo su cama encontré un par de zapatos negros, los tomé y me los puse; me quedaron bien. Claudia dio un grito al encontrar entre las revistas un cuaderno nuevo con dos caballos blancos que corrían.
Lentos cruzamos la plaza que él no pudo cruzar.
Luis Alberto Tamayo
Nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago. Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X Testimonio de una adopción.” (2001).
sábado, 10 de marzo de 2012
Juan José Arreola: La canción de Peronelle
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sábado, 28 de enero de 2012
Marqués de Sade: El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)
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sábado, 21 de enero de 2012
Margarita de Navarra: Habiéndose acostado con su mujer
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domingo, 7 de agosto de 2011
Julio Cortázar: Casa tomada
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Referencia: Casa tomada, cuento de Julio Cortázar
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jueves, 21 de julio de 2011
Clarice Lispector: Felicidad clandestina
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